1 de noviembre de 2016

Cervantes es nuestro



Un reportero de guerra devenido en escritor de best sellers y un cervantista académico se enzarzan en una guerra que llena de pus las páginas de El País. Se supone que se pelean por un asunto importante: el debate de si la lengua es sexista, lo que revela un nivel de discusión cuanto menos banal: si aceptamos que la sociedad es machista y que la lengua es una construcción social e histórica, la expresión no puede ser sino sexista. Sólo cuando llega la réplica de Pérez Reverte a la primera andanada de Rico nos hacemos a la idea de que la controversia es más banal y más mundana: pelean por los dineros y por las palmaditas en la espalda.

Ambos académicos han editado su propia versión de El Quijote. La de Rico es la versión de referencia, la de Reverte es una versión escolar. La de Rico rinde réditos a su autor, la de Reverte a la RAE, y este presenta lo suyo como una noble cesión patrimonial que pretende paliar, al menos en parte, a la escasa atención que las necesidades de la RAE reciben del erario público.
Para los que sabemos un poco de propiedad intelectual, y leemos esa norma desde una perspectiva política, aquí hay gato encerrado. Me recuerda a aquella noticia de hace algún verano en el que la SGAE reclamaba al pueblo de Zalamaea los derechos por interpretar la obra de Lope de Vega. Que, como Cervantes, nunca fue socio de la SGAE ni conoció la instauración de la Ley de Propiedad Intelectual. Y que lleva algo más de 70 años muerto, de modo que sus posibles derechos de autor ya estarían desintegrados en el dominio público.

Pero resulta que ninguna de nosotros hemos leído a los clásicos de forma directa. Hemos leído las versiones de Lope o Cervantes que hacen otros para facilitarnos la lectura. Deberíamos estarles agradecidos por ese esfuerzo de claridad y limpieza, que nos permite acceder con más frescura e inmediatez a las joyas de la literatura. Y lo estamos: parte del dinerito que nos dejamos al comprar esos libros se va a sus bolsillos, por mucho que su nombre raramente aparezca en la portada. Compramos páginas de Cervantes, pagamos euros a  Rico. Este ha creado una obra derivada: sus réditos deberían ser repartidos con el autor original, que además tiene la potestad de autorizar esa nueva versión. Pero puesto que el autor está muerto y la obra descansa en la placidez del dominio público, no hay ni autorización ni retribución. Sólo queda un autor.

Nosotros, los lectores, no solo ganamos claridad y frescura en la lectura. También perdemos algo: nuestro dominio público, algo que es de todos, donde cada uno estaría en su derecho de servirse de obras y textos a su antojo. Rico y Pérez Reverte han tenido a bien hacerse con algo que es de todos, darle un barniz y hacerlo suyo. Y exigirnos a los demás el pago por su uso.  Cierto que hay un trabajo y una dedicación y un conocimiento movilizados (la doctrina inglesa del “sudor de la frente” como base del derecho de autor) para generar esa versión que nosotros leemos en el sofá, pero lo cierto es que todo esto se ha movilizado sobre algo que era de todos y cuyo uso no hemos autorizado. Por usar una analogía inmobiliaria, tan del gusto de la visión mercantilista de la propiedad intelectual que predomina en España, es como si compartiésemos una casa entre varios, y uno decide pintarla y cambiar los muebles y las cortinas. Y. cuando volvemos los demás a la casa, nos exige que paguemos un alquiler por el uso, porque él ha trabajado mucho y ha invertido sus dineros.  ¿Se lo hemos pedido? ¿Nacen esos gastos de una decisión común y consensuada de los propietarios? 

Un dominio público que es simplemente un repositorio de material que puede volver a ser privatizado según criterios personales no es un dominio público: es un limbo al que van a morir las obras intrascendentes mientras las grandes obras esperan a la enésima reedición de la mano de los derechos de transformación. Transformen lo que quieran, señores; pero recuerden que Cervantes nunca será suyo, simplemente porque es nuestro.

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