26 de noviembre de 2012

Desmontando la idea de "obra"


Los dos conceptos en los que se basa el entramado legal y conceptual de la propiedad intelectual son la obra y el autor. Ninguno de los dos está definido en la Ley de Propiedad Intelectual (LPI) española. No sabemos qué es el autor y no sabemos qué es la obra. El listado del artículo 10 ni siquiera menciona que los libros, mapas, películas o esculturas sean obras, sino que son objeto de propiedad intelectual “todas las creaciones originales literarias,artísticas o científicas expresadas por cualquier medio o soporte, tangible o intangible”.

Aquí la ley establece la idea de originalidad, una vez más sin definirla. Lo cual podría tener sentido en el sistemas anglosajón en el que los tribunales tienen ciertas facultades para interpretar la ley, pero que en el sistema español, en el que el tribunal simplemente aplica los preceptos, debería ser tarea del legislador.

Dejando de lado el problema de la originalidad, queda por definir el alcance de la obra. En música ¿qué es una obra? O, por decirlo de otra manera ¿Qué partes de una canción están protegidas por la LPI? Que es lo mismo que preguntarse qué es lo que define el carácter irrepetible, especial, distintivo, (ontológico, por ponerse pedantes) de una canción.




Las canciones se suelen registrar por medio de una partitura con la melodía, la letra y la progresión de acordes. El timbre, el ritmo, el sonido… ¿No forman parte del carácter distintivo de una canción? Cualquier amante de la música te dirá que por supuesto. Tori Amos toca los mismos acordes y canta la misma melodía que Nirvana, pero es evidente que cada una  de las interpretaciones le da un carácter especial. ¿Es Smells like teen spirits realmente la misma canción? ¿Maneja realmente el mismo material sonoro?



En 1947, una pianista negra llamada Paula Watson grabó para el sello independiente Supreme una canción titulada A Little bird told me, que fue un moderado éxito en algunas listas. En aquellos años previos a la explosión del r’n’r, era habitual que las compañías más poderosas grabasen sus propias versiones de los éxitos del mercado de música negra. Las versiones, cantadas por las estrellas blancas, dulcificaban el sonido y eliminaban las expresiones más agresivas, haciendo las canciones más aptas para el buen gusto de las clases medias blancas. 



La poderosa Decca publicó su versión en la voz de Evelyn Knight, que la convirtió en número uno. Pero esta vez el tema se interpretó de forma bastante similar al original, su sonido mantuvo la “negritud” original. Supreme se enfrentó a Decca, denunciándola por infringir su copyright. Curiosamente, el autor de la canción, Harvey Brook, se mantuvo al margen, cobrando royalties de ambas versiones. La demanda de Supreme argumentaba que la grabación era demasiado similar a la original, que habían copiado el estilo vocal, los arreglos y la textura del sonido. 



El juez sentenció que los aspectos copiados no eran objeto de la protección del copyright y que, por lo tanto, grabar una canción que mantenga los rasgos originales, siempre y cuando se paguen los correspondientes royalties, es totalmente legal. Lo que crea una paradoja cuando uno trae esas conclusiones a la modernidad. Lo que se protege de la canción es aquello que es registrable en una partitura, que no deja de ser un medio tosco de fijar la música, nacido en el contexto de la música culta europea y por tanto adaptado a sus parámetros musicales. En tanto en la música popular el ritmo y el timbre son, cuanto menos, tan esenciales como la melodía, buena parte de la creación original queda en el limbo. Porque la partitura no es la canción, y el autor, y la creación, cobran forma en la performance y la grabación. Volvamos a Smells like teen spirits: qué poco nos dice una partitura sobre el significado y la forma. ¿Cómo podría Butch Big, el productor del disco, ver reconocida su impronta creativa? Desde luego, sólo a través del sonido, no de su notación.

Leo en Steal this music, de Joanna Demers (Univ. Of Georgia Press, 2006)  que Elvis Presley Entreprises, la empresa que administra el legado de Elvis, hace años que requiere a los impersonators de Elvis en Las vegas el pago de una licencia. A donde no ha llegado el cada vez más largo brazo de las leyes de propiedad intelectual han llegado las que protegen el derecho a la imagen de los famosos. La forma de cantar de Elvis puede ser muy personal, pero no son pocos los críticos (buena parte negros, como Gill Scott Heron) que han denunciado que el de Memphis no dejó de ser un eslabón en una cadena creativa. Una vez más, los blancos se apropian y capitalizan el legado negro. Y protegen el espolio con pulcras leyes de propiedad intelectual.


NOTA: la historia de A Little bird told me está contada con más detalle en el libro American Popular Music, de Larry Starr y Christopher Waterman (2003, Oxford University Press)

REFERENCIAS

Demers, Joanna. 2006. Steal this music. How intellectual property law affects musical creativity. University of Georgia Press.





18 de noviembre de 2012

Avariciosos y mendaces

Desde hace unos meses estoy trabajando en la edición de un libro en inglés para una importante editorial académica. Ser el editor implica seleccionar a los colaboradores, enfocar su trabajo, corregirlo, templar gaitas con lo que los editores de la colección tienen en mente, asegurarse de la calidad de las traducciones y… clarificar y contratar todos los derechos de autor.

El contrato que los editores del volumen hemos firmado con la editorial es básicamente un contrato de esclavismo. Yo me comprometo a todo y ellos a nada. Si el volumen llega tarde, o si los contratos tienen errores, o si las normas editoriales no se respetan, los editores seremos castigados. Eso si, la editorial ni siquiera se compromete a editar el volumen una vez que le sea entregado.

Se supone que un negocio editorial consiste en asumir riesgos y tareas consustanciales a un libro. Se supone también que el trabajo intelectual debe ser remunerado. Pero en el mundo académico, esas reglas no operan. Yo he pasado días enteros editando los artículos de los colaboradores y he gastado mi propio dinero en pagar a traductores y revisores, los autores han tenido que hacer lo mismo. Cuando el libro salga a las librerías, yo no veré un euro. Yo pongo mis habilidades académicas, mi agenda de contactos, mi tiempo, mi esfuerzo y mi dinero, la editorial imprime el libro, lo distribuye y lo cobra. 

No parece que estas prácticas sean radicalmente nuevas. Paul Goldstein, catedrático de Standford, cuenta en su libro Copyright highway la historia de William Passano, propietario de la editorial Williams & Wilkins, especializada en revistas médicas (pp. 64-103). En 1969 se enfrentó a las dos principales bibliotecas de medicina de EEUU porque estas fotocopiaban artículos de sus revistas y él aspiraba a hacer negocio con esas fotocopias, cobrando una licencia (más o menos el modelo de negocio actual de entidades como CEDRO, de la que, por cierto, soy socio aunque esté en desacuerdo con algunas de sus prácticas).  El proceso estableció que el uso de las fotocopias formaba parte del fair use. Pero en el transcurso de los diferentes juicios, quedaron al descubierto las miserias de la industria editorial académica y algunas incongruencias del sistema jurídico del derecho de autor.

Aunque su demanda de cobro se basaba en una infracción del copyright y este se asienta, en la doctrina americana, en la necesidad de incentivar el trabajo de los autores, Passano tuvo que reconocer que él no pagaba a los que escribían en las revistas. Es más, los autores de los textos tenían que pagar si excedían cierto número de páginas. De forma cándida, cuando el representante del Departamento de Justicia le preguntó qué tipo de compensación daba a los autores, Passano respondió “nosotros publicamos su material” (79).

Passano reconoció también que la editorial no participaba en absoluto en la selección del material. Las sociedades científicas se encargaban de nombrar un comité que leía y seleccionaba los trabajos (una vez más, sin cobrar). El editor recibía el manuscrito y lo imprimía, y compartía los beneficios con la sociedad científica (p.76). Passano reconoció además que eran las sociedades médicas o editores independientes los que cargaban con el peso de los trabajos cotidianos, seleccionando y editando los artículos (p.79). Los apuntes contables de Williams & Wilkins establecían que los gastos de 1966 del American Journal of Immunology sumaban 92.306 $. De ellos, 77.000 estaban dedicados a gastos de correo e impresión. Sólo 14.000 $ se dedicaban a “costes editoriales y de redacción” (p.79).

Este cúmulo de datos llevó a Thomas Byrnes, abogado del Departamento de Justicia, a preguntarse: “¿Qué tipo de editor es el que no paga royalties a los autores? ¿Qué tipo de editor es el que exige a sus autores pagar para ser publicados? La premisa que alienta la ley de copyright es que los derechos de propiedad intelectual son necesarios para incentivar a los autores y editores a hacer los juicios de valor y a asumir los riesgos que implican la creación y la diseminación de las obras. ¿Qué riesgos asumía W&W si las sociedades médicas comparten los riesgos y los autores ayudan a pagar los costes? (p. 79)

Si hay una industria editorial que se basa en la vanidad de algunos que quieren ver a toda costa su nombre en el papel, en el mundo académico es la necesidad de publicar y hacer curriculum lo que justifica que terminemos trabajando gratis una y otra vez. Pero la gran pregunta, antes y ahora, es qué tipo de perversión es esa que, en nombre de los derechos de los autores, hace trabajar a estos para que unas empresas que poco tienen que ver con la producción intelectual se lucren a su costa. Una perversión que nace, como han señalado Demers (2006, 15) o Lessig (2004), en el momento en que los editores británicos se dan cuenta de que necesitan camuflar sus peticiones al Parlamento: la defensa de un privilegio económico no podía legitimar su petición, pero si está venía envuelta en el derecho de los autores a beneficiarse de su creaciones, la demanda ganaba empaque y apoyo social. Mis desvelos, esfuerzos, horas frente al ordenador, instantes de desesperación y momentos de agotamiento requeridos para que el libro salga adelante remiten a un grupo de avariciosos comerciantes de la Inglaterra del siglo XVIII. Sus sucesores no parecen ser ni menos avariciosos ni más sinceros.

REFERENCIAS

Goldstein, Paul. 2003. Copyright highway. Standford University Press

Demers, Joanna. 2006. Steal this music. How intellectual property law affects musical creativity.  University of Georgia Press

Lessig, Lawrence. 2004. Free culture. Penguin Press