4 de septiembre de 2013

Robert Levine: los parásitos de la cultura y la añoranza del disco compacto



El libro Parásitos, de Robert Levine, ha sido una lectura muy inspiradora durante el verano. Básicamente, porque hay muy pocas cosas en las que estemos de acuerdo. Coincidimos, con matices, en que la vieja aristocracia de la industria de contenidos está cambiando. Donde antes los gigantes se llamaban NBC, The New York Times, Penguin, Sony, ahora se llaman YouTube, Google, Amazon y Spotify. Levine cree que estos nuevos gigantes son malvados, unos oportunistas que se aprovechan del trabajo intelectual de otros. Yo también tengo mis dudas sobre su bondad, pero mis razones son diferentes.

 Es posible que las ideas de Levine me den para discutir más de un tema. De momento, voy a empezar por su análisis de la situación de la industria musical.



Muchos autores han defendido que el problema de la gran industria de la música tras la aparición de internet tuvo más que ver con la estrategia de defender un modelo obsoleto pero muy rentable que con su incapacidad para adaptarse (Knopper 2009, Lasica 2006, Anderson 2007). Una de las rémoras de ese viejo modelo fue la defensa a ultranza del disco, de la colección de canciones, como unidad de consumo frente a la tendencia a consumir canciones sueltas. “Aunque las ventas de canciones en I-tunes a 99 centavos (de dólar) crece, no se acercan a compensar la correspondiente disminución en las ventas de CDs” (p.77). A partir de esta evidencia, Levine viene a sugerir que un mundo discográfico mejor ordenado, en el que la propiedad intelectual se respetase realmente, nos haría volver al álbum frente al imperio del single que Internet ha traído.



Así, recuerda que al manager de Metallica (que, recordemos, fueron la punta de lanza de la industria frente a Napster a costa de un notable enfrentamiento con sus fans, que su publicista considera “desafortunado” (Knopper, 2009, 134) le pareció una buena idea lo de I-tunes  hasta que se dio cuenta de que ahora vende singles “cuando debería vender álbumes” (p.78) Y celebra la política de Kid Rock  al promocionar su single All summer long, que no se vendió como tal, sino solo como parte de un disco completo. Los fans que querían tener la canción que sonaba en la radio no podían hacerse con ella de forma aislada. “Unos decidieron piratear el single, pero otros compraron el disco entero” (p.79)



¿Es realmente un problema la sustitución del álbum por el single en la era digital?  Algunas bandas clásicas, como Pink Floyd, han defendido con uñas y dientes, incluso a nivel legal, que sus discos se traten como una unidad.   Hay que recordar que el álbum nace con la contracultura , cuando crece la aspiración de los músicos de rock de ser considerados artistas, lo que implica el virtuosismo instrumental y abordar temas y narrativas sofisticadas. El Sgt Pepper de los Beatles, The Village Preservation de los Kinks, el Tommy de los Who, Pink Floyd, Yes y todo el rock sinfónico son sin duda artistas de álbumes. Y del mismo modo lo son ACDC y Def Leppard, citados por Levine (p.75)



Pero esta es una cuestión creativa y que se relaciona con el derecho del autor a empaquetar su obra como le venga en gana, apelando a su derecho moral (Art. 14.4 LPI) de exigir el respeto a la integridad e impedir cualquier deformación o modificación (lo que me plantea una duda legal bizantina: si me salto una canción mientras eschucho The Wall, ¿estoy infringiendo algún  derecho del autor del álbum?).



Ahora bien, el argumento de que "las compañías de medios siempre han confiado en la agrupación para vender los productos a un precio que pueda cubrir sus costes fijos" (p.75) es de otra naturaleza. Tiene que ver con la cuestión del valor y el precio. Si el artista piensa en términos de álbum, como hacen la mayoría (ver Fouce 2011), es una cosa. Pero ¿qué pasa con las Britney Spears, Taylor Swifts, Riannas, Shakira etc..? ¿Cuánta gente ha escuchado un disco de ellas del principio al final? ¿Qué porcentaje suponen frente a los que han escuchado su obra de forma fragmentaria? ¿Cuántas de sus canciones han sonado realmente, han sido tarareadas, escuchadas y recordadas? En el caso de los discos más exitosos, puede que tres, los tres singles que se empaquetan como tales. Vender discos de 12 canciones cuando en realidad solo 3 merecen la pena es una maravillosa forma de tangar al comprador, del mismo modo que lo es vender a un anciano un móvil que se conecta a Internet, tiene mil canciones  gratis y permite chatear con 19 amigos en tiempo real. El precio del producto se incrementa gracias a unas prestaciones que el usuario no precisa, de modo que paga de más cuando por la mitad podría tener un producto realmente ajustado a sus necesidades, igualando valor y precio.



Por otra parte, hay una componente generacional importante. Los grupos de álbumes que hemos citado no son precisamente emergentes. Posiblemente eso influya en el perfil de sus compradores. Habría que investigar más. Pero mis investigaciones con oyentes (Fouce 2009), que necesitan ser puestas al día, me dicen que las generaciones más jóvenes han adoptado el single como unidad de consumo. Y no parece que eso vaya a tener vuelta atrás. Quizás sea posible que una parte de los compradores de CDs perdidos a causa del éxito del P2P se recuperen si pueden comprar canciones a un precio módico en internet. Pero la desaparición de las tiendas de discos y las nuevas formas de consumo y relación social (no olvidemos que la música se comparte más que nunca)  hacen bien difícil la vuelta del disco a nivel masivo.



Como oyente, aprecio mucho el álbum. Tengo un buen montón de LPs en vinilo y disfruto enormemente de su escucha. Pero tengo también extensas listas de reproducción guardadas, CDs con cientos de MP3 grabados  con listas de canciones de grupos y artistas de los que no sé si han hecho más que la canción que me interesaba. Eso responde a una lógica de la escucha y del consumo. El álbum responde a otra. Ninguna de las dos es excluyente. 



Soñar con que la industria volverá a ser resplandeciente y a vender discos de 15 canciones consciente de que solo dos merecen la pena, inflando el precio del soporte (Negativland 2008) y con fantásticos márgenes de beneficio (Knopper 2009)  parece tan utópico como acabar con el capitalismo a base de piratear discos de Metallica.

REFERENCIAS
Anderson, Chris (2007) La economía long tail. De los mercados de masas al triunfo de lo minoritario. Barcelona. Urano


Fouce, Héctor: (2009) Culturas emergentes y nuevas tecnologías en España. Prácticas emergentes en la música digital. Madrid: Fundación Alternativas

____________ (2011) “Experiencias memorables en la era de la música instantánea”. Análisi Monogràfic Audiovisual 2.0 http://www.analisi.cat/ojs/index.php/analisi/article/view/m2012-fouce

Knopper, Steve (2009) Appetite for self-destruction. The spectacular crash of the record industry in the digital age. London. Simons & Schuster

Lasica, (2006) Darknet. La guerra de las multinacionales contra la generación digital y el futuro de los medios audiovisuales. Madrid. Nowtilus

Levine, Robert (2013) Parásitos. Como los oportunistas digitales están acabando con el negocio de la cultura. Barcelona. Ariel

Negativland (2008). “Shinny, aluminum, plastic and digital” www.negativland.com/news/?page_id=24.

11 de abril de 2013

Macarena: préstamos, robos y restituciones

En 1996, en la Convención Demócrata de Chicago que iba a nominar a Clinton y Gore como candidatos a la Casa Blanca, el público se volvió loco bailando una canción con denominación de origen española. Estaba consolidándose el fenómeno Macarena, un tema que ya había tenido recorrido en las listas españolas un año antes.

Con el tiempo, empezamos a saber algunas cosas sobre la cara oscura de Macarena. Hay parecidos sorprendentes con otras canciones, como la canción Tengo una pena (Micaela) que apareció como cara B del famoso Saca el güisky cheli de Desmadre 75. O con el tema Ain't what you do, de The fun boy three & Bananarama. Más allá de los juicios sobre el mérito creativo de cada uno de los temas, en términos jurídicos estamos en el resbaladizo terreno del plagio, y en esas coordenadas se iniciaron algunos procedimientos de demanda.

Menos conocida, pero más interesante, es el posible origen de Macarena (y de algunos de sus posibles inspiradores) en una canción popular infantil de la zona de Morón de la Frontera y Arahal titulada Trabajando en las minas del pan duro. En un sugerente ensayo (Arqueología de Macarena, 2011), Pedro G. Romero, del colectivo Zemos98, rastreaba los orígenes del hit mundial y nos zambullía en el proceso de mediación a través de productores, discográficas y remezcladores que iban poniendo su granito de arena para transformar una cancioncilla de aires flamenquitos en un pelotazo dance global.

El trabajo de Romero apoyaba un acto de resistencia cultural: la devolución de Macarena al dominio público. Se tituló Macarena. Versiones domésticas desde el procomún. Un puñado de bandas indie españolas versioneaba la canción de forma irreverente, irónica, sarcástica e irrespetuosa (mis favoritas son McArena, de Pony Bravo, que reconstruye la canción a partir de una entrevista con Los Del Río en Canal Sur en la que se explayaban sobre el momento en que nace la canción, y Step in the Macarena, de los gallegos Fluzo, que usan la melodía para narrar el éxito global de la canción). El disco, cedido al dominio público, puede descargarse desde aquí

Se trataba, como tituló el diario Público, de devolver Macarena al pueblo. La canción había alcanzado éxito mundial y Los Del Río y su discográfica se habían lucrado a costa de privatizar el dominio público, de utilizar lo común en su propio beneficio. Llegamos al fin a un concepto del régimen de la propiedad intelectual que merece la pena examinar con atención: el dominio público. (CONTINUARÁ)


2 de abril de 2013

Huérfanos que dejan de serlo



Hace justo un año que empezó mi breve aventura en Estados Unidos. Revisando las fotos de mis paseos por las Montañas Rocosas en Colorado se me ha venido a la cabeza la discusión sobre obras huérfanas que abrió el año de debates del Máster de propiedad intelectual, industrial y nuevas tecnologías – UAM en la Residencia de Estudiantes, hace ya unos meses. Una vez más, voy a caer en algo que aborrezco: analizar un problema de PI como meramente patrimonial, y recurrir a analogías con la propiedad  inmobiliaria, tan del agrado de buena parte de mis profesores.


 ¿Es posible imaginar un niño que se porte tan bien, que sea tan solícito, que se desviva tanto por los demás, que a la larga termine siendo malo? Este podría ser el caso de Google: la empresa que nació con el lema “No seas malvado” está ahora en el punto de mira de juristas y legisladores; su constante búsqueda de nuevos territorios para expandir sus actividades (y por ende sus beneficios) ofreciendo servicios novedosos al usuario parece haberle impulsado a cruzar la línea que separa lo bueno y lo legal (veáse Batelle 2006 y, más críticamente, Levine 2013). Su proyecto de digitalización de bibliotecas es el ejemplo paradigmático. 


Este venía a ser el conflicto que articuló el primer debate de 2013 del Máster de propiedad intelectual, industrial y nuevas tecnologías – UAM, celebrado el 9 de enero en la Residencia de Estudiantes de Madrid. Patricia Riera-Barsallo, de CEDRO, arrancó su intervención afirmando que los documentos previos a la Directiva de Obras Huérfanas de la UE exponían a las claras que la nueva norma nacía con el fin de frenar a Google e impulsar, de este modo, Europeana, la iniciativa de la UE para digitalizar los fondos de las bibliotecas. En marzo de 2012 Google había escaneado 20 millones de libros  mientras que la iniciativa europea ha llegado a la mitad.



Considerando que la otra participante en el debate era María González Ordóñez, del departamento jurídico de Google, parece obvio que la idea de que la Directiva nace como una forma de satisfacer a los tenedores de derechos de propiedad intelectual frente a la compañía californiana.


El debate se estructuró básicamente en torno a dos aspectos. Uno, la borrosa definición de lo que supone la búsqueda diligente de los titulares de derechos de propiedad intelectual antes de declarar una obra huérfana. Otro, la manera de solucionar los problemas de compensación económica en caso de que una obra declarada huérfana deje de serlo al aparecer su autor. Mis notas no son lo suficientemente prolijas para detallar los argumentos de cada parte, así que me centraré en algunos aspectos que me parecen interesantes para alargar el debate. Vaya por delante que soy socio de CEDRO (lo que no significa que esté de acuerdo con algunas de sus posiciones sobre propiedad intelectual) y un absoluto fan de buena parte de las aplicaciones de Google, con especial énfasis en las que afectan a mi trabajo académico, como Google Books.


¿Por qué una obra llega a ser huérfana? Sabemos bien poco sobre este proceso, del mismo modo que no parece haber datos fiables sobre el porcentaje de obras huérfanas sobre el total de libros en circulación. No parece descabellado pensar que al menos parte de la respuesta está en el hecho de que ostentar la propiedad intelectual de una obra no requiera de ningún acto más allá de su creación. No es necesario registrarlas o pagar tasas como obligaban las normas estadounidenses, abolidas bien recientemente (EUU firmó a regañadientes el Tratado de Berna en 1988, renunciando así al registro previo). La extensión de la duración de la PI de una obra (de los 14 años desde la publicación de la obra en 1790 hasta los 70 años desde la muerte del autor que rige desde 1998) ha ido en paralelo a la falta de exigencias hacia una gestión diligente de ese patrimonio de los autores.


Puesto que los autores, debido a estos cambios normativos y a otras razones de las que poco sabemos, no hacen una vigilancia escrupulosa de la circulación de sus obras, la Directiva traslada al usuario (en este caso, la entidad que digitaliza y pone el libro en circulación) la obligación de hacer una búsqueda diligente (como ya dije, la definición de este punto articuló buena parte del debate). 


¿No es la gestión diligente del patrimonio una obligación del dueño? Cuando uno recorre las Montañas Rocosas, en EEUU, va encontrando constantemente carteles que le recuerdan, en términos poco amistosos, que ciertas zonas son propiedad privada. El viejo espíritu de la frontera sigue vivo y entrar en una propiedad privada puede suponer que el propietario te pegue un tiro con todo el apoyo de la ley. Ahora imaginemos que yo cruzo alegremente un prado sin que haya indicación alguna y un vaquero me sale al paso con un rifle. Si finalmente me pegan un tiro, el vaquero debería ser acusado de intento de asesinato. Su derecho exclusivo está ligado necesariamente a la señalización y cercamiento de sus tierras. Si análogamente entendemos la PI como una forma de propiedad (que no es mi forma de acercarme al campo) ¿por qué entonces hay una propiedad sobre las obras que exime al autor de encargarse de ellas pero le permite recoger regalías?


REFERENCIAS


Battelle, John. 2006. Buscar: Cómo Google y sus rivales han revolucionado los mercados y transformado nuestra cultura. Barcelona. Urano


Levine, Robert. 2013. Parásitos. Cómo los oportunistas digitales están destruyendo el negocio de la cultura. Barcelona. Ariel


   

MÁS INFORMACIÓN


Álvaro Díaz ha resumido la intervención de Ramón Casas sobre este tema en las jornadas celebradas por CEDRO para conmemorar el 25 aniversario de la LPI  

http://www.institutoautor.org/uploads/website/docs/3441-1-Cedro-ACE-2012.pdf




DIRECTIVA 2012/28/UE DEL PARLAMENTO EUROPEO Y DEL CONSEJO de 25 de octubre de 2012 sobre ciertos usos autorizados de las obras huérfana
http://eur-lex.europa.eu/LexUriServ/LexUriServ.do?uri=OJ:L:2012:299:0005:0012:Es:PDF

26 de noviembre de 2012

Desmontando la idea de "obra"


Los dos conceptos en los que se basa el entramado legal y conceptual de la propiedad intelectual son la obra y el autor. Ninguno de los dos está definido en la Ley de Propiedad Intelectual (LPI) española. No sabemos qué es el autor y no sabemos qué es la obra. El listado del artículo 10 ni siquiera menciona que los libros, mapas, películas o esculturas sean obras, sino que son objeto de propiedad intelectual “todas las creaciones originales literarias,artísticas o científicas expresadas por cualquier medio o soporte, tangible o intangible”.

Aquí la ley establece la idea de originalidad, una vez más sin definirla. Lo cual podría tener sentido en el sistemas anglosajón en el que los tribunales tienen ciertas facultades para interpretar la ley, pero que en el sistema español, en el que el tribunal simplemente aplica los preceptos, debería ser tarea del legislador.

Dejando de lado el problema de la originalidad, queda por definir el alcance de la obra. En música ¿qué es una obra? O, por decirlo de otra manera ¿Qué partes de una canción están protegidas por la LPI? Que es lo mismo que preguntarse qué es lo que define el carácter irrepetible, especial, distintivo, (ontológico, por ponerse pedantes) de una canción.




Las canciones se suelen registrar por medio de una partitura con la melodía, la letra y la progresión de acordes. El timbre, el ritmo, el sonido… ¿No forman parte del carácter distintivo de una canción? Cualquier amante de la música te dirá que por supuesto. Tori Amos toca los mismos acordes y canta la misma melodía que Nirvana, pero es evidente que cada una  de las interpretaciones le da un carácter especial. ¿Es Smells like teen spirits realmente la misma canción? ¿Maneja realmente el mismo material sonoro?



En 1947, una pianista negra llamada Paula Watson grabó para el sello independiente Supreme una canción titulada A Little bird told me, que fue un moderado éxito en algunas listas. En aquellos años previos a la explosión del r’n’r, era habitual que las compañías más poderosas grabasen sus propias versiones de los éxitos del mercado de música negra. Las versiones, cantadas por las estrellas blancas, dulcificaban el sonido y eliminaban las expresiones más agresivas, haciendo las canciones más aptas para el buen gusto de las clases medias blancas. 



La poderosa Decca publicó su versión en la voz de Evelyn Knight, que la convirtió en número uno. Pero esta vez el tema se interpretó de forma bastante similar al original, su sonido mantuvo la “negritud” original. Supreme se enfrentó a Decca, denunciándola por infringir su copyright. Curiosamente, el autor de la canción, Harvey Brook, se mantuvo al margen, cobrando royalties de ambas versiones. La demanda de Supreme argumentaba que la grabación era demasiado similar a la original, que habían copiado el estilo vocal, los arreglos y la textura del sonido. 



El juez sentenció que los aspectos copiados no eran objeto de la protección del copyright y que, por lo tanto, grabar una canción que mantenga los rasgos originales, siempre y cuando se paguen los correspondientes royalties, es totalmente legal. Lo que crea una paradoja cuando uno trae esas conclusiones a la modernidad. Lo que se protege de la canción es aquello que es registrable en una partitura, que no deja de ser un medio tosco de fijar la música, nacido en el contexto de la música culta europea y por tanto adaptado a sus parámetros musicales. En tanto en la música popular el ritmo y el timbre son, cuanto menos, tan esenciales como la melodía, buena parte de la creación original queda en el limbo. Porque la partitura no es la canción, y el autor, y la creación, cobran forma en la performance y la grabación. Volvamos a Smells like teen spirits: qué poco nos dice una partitura sobre el significado y la forma. ¿Cómo podría Butch Big, el productor del disco, ver reconocida su impronta creativa? Desde luego, sólo a través del sonido, no de su notación.

Leo en Steal this music, de Joanna Demers (Univ. Of Georgia Press, 2006)  que Elvis Presley Entreprises, la empresa que administra el legado de Elvis, hace años que requiere a los impersonators de Elvis en Las vegas el pago de una licencia. A donde no ha llegado el cada vez más largo brazo de las leyes de propiedad intelectual han llegado las que protegen el derecho a la imagen de los famosos. La forma de cantar de Elvis puede ser muy personal, pero no son pocos los críticos (buena parte negros, como Gill Scott Heron) que han denunciado que el de Memphis no dejó de ser un eslabón en una cadena creativa. Una vez más, los blancos se apropian y capitalizan el legado negro. Y protegen el espolio con pulcras leyes de propiedad intelectual.


NOTA: la historia de A Little bird told me está contada con más detalle en el libro American Popular Music, de Larry Starr y Christopher Waterman (2003, Oxford University Press)

REFERENCIAS

Demers, Joanna. 2006. Steal this music. How intellectual property law affects musical creativity. University of Georgia Press.





18 de noviembre de 2012

Avariciosos y mendaces

Desde hace unos meses estoy trabajando en la edición de un libro en inglés para una importante editorial académica. Ser el editor implica seleccionar a los colaboradores, enfocar su trabajo, corregirlo, templar gaitas con lo que los editores de la colección tienen en mente, asegurarse de la calidad de las traducciones y… clarificar y contratar todos los derechos de autor.

El contrato que los editores del volumen hemos firmado con la editorial es básicamente un contrato de esclavismo. Yo me comprometo a todo y ellos a nada. Si el volumen llega tarde, o si los contratos tienen errores, o si las normas editoriales no se respetan, los editores seremos castigados. Eso si, la editorial ni siquiera se compromete a editar el volumen una vez que le sea entregado.

Se supone que un negocio editorial consiste en asumir riesgos y tareas consustanciales a un libro. Se supone también que el trabajo intelectual debe ser remunerado. Pero en el mundo académico, esas reglas no operan. Yo he pasado días enteros editando los artículos de los colaboradores y he gastado mi propio dinero en pagar a traductores y revisores, los autores han tenido que hacer lo mismo. Cuando el libro salga a las librerías, yo no veré un euro. Yo pongo mis habilidades académicas, mi agenda de contactos, mi tiempo, mi esfuerzo y mi dinero, la editorial imprime el libro, lo distribuye y lo cobra. 

No parece que estas prácticas sean radicalmente nuevas. Paul Goldstein, catedrático de Standford, cuenta en su libro Copyright highway la historia de William Passano, propietario de la editorial Williams & Wilkins, especializada en revistas médicas (pp. 64-103). En 1969 se enfrentó a las dos principales bibliotecas de medicina de EEUU porque estas fotocopiaban artículos de sus revistas y él aspiraba a hacer negocio con esas fotocopias, cobrando una licencia (más o menos el modelo de negocio actual de entidades como CEDRO, de la que, por cierto, soy socio aunque esté en desacuerdo con algunas de sus prácticas).  El proceso estableció que el uso de las fotocopias formaba parte del fair use. Pero en el transcurso de los diferentes juicios, quedaron al descubierto las miserias de la industria editorial académica y algunas incongruencias del sistema jurídico del derecho de autor.

Aunque su demanda de cobro se basaba en una infracción del copyright y este se asienta, en la doctrina americana, en la necesidad de incentivar el trabajo de los autores, Passano tuvo que reconocer que él no pagaba a los que escribían en las revistas. Es más, los autores de los textos tenían que pagar si excedían cierto número de páginas. De forma cándida, cuando el representante del Departamento de Justicia le preguntó qué tipo de compensación daba a los autores, Passano respondió “nosotros publicamos su material” (79).

Passano reconoció también que la editorial no participaba en absoluto en la selección del material. Las sociedades científicas se encargaban de nombrar un comité que leía y seleccionaba los trabajos (una vez más, sin cobrar). El editor recibía el manuscrito y lo imprimía, y compartía los beneficios con la sociedad científica (p.76). Passano reconoció además que eran las sociedades médicas o editores independientes los que cargaban con el peso de los trabajos cotidianos, seleccionando y editando los artículos (p.79). Los apuntes contables de Williams & Wilkins establecían que los gastos de 1966 del American Journal of Immunology sumaban 92.306 $. De ellos, 77.000 estaban dedicados a gastos de correo e impresión. Sólo 14.000 $ se dedicaban a “costes editoriales y de redacción” (p.79).

Este cúmulo de datos llevó a Thomas Byrnes, abogado del Departamento de Justicia, a preguntarse: “¿Qué tipo de editor es el que no paga royalties a los autores? ¿Qué tipo de editor es el que exige a sus autores pagar para ser publicados? La premisa que alienta la ley de copyright es que los derechos de propiedad intelectual son necesarios para incentivar a los autores y editores a hacer los juicios de valor y a asumir los riesgos que implican la creación y la diseminación de las obras. ¿Qué riesgos asumía W&W si las sociedades médicas comparten los riesgos y los autores ayudan a pagar los costes? (p. 79)

Si hay una industria editorial que se basa en la vanidad de algunos que quieren ver a toda costa su nombre en el papel, en el mundo académico es la necesidad de publicar y hacer curriculum lo que justifica que terminemos trabajando gratis una y otra vez. Pero la gran pregunta, antes y ahora, es qué tipo de perversión es esa que, en nombre de los derechos de los autores, hace trabajar a estos para que unas empresas que poco tienen que ver con la producción intelectual se lucren a su costa. Una perversión que nace, como han señalado Demers (2006, 15) o Lessig (2004), en el momento en que los editores británicos se dan cuenta de que necesitan camuflar sus peticiones al Parlamento: la defensa de un privilegio económico no podía legitimar su petición, pero si está venía envuelta en el derecho de los autores a beneficiarse de su creaciones, la demanda ganaba empaque y apoyo social. Mis desvelos, esfuerzos, horas frente al ordenador, instantes de desesperación y momentos de agotamiento requeridos para que el libro salga adelante remiten a un grupo de avariciosos comerciantes de la Inglaterra del siglo XVIII. Sus sucesores no parecen ser ni menos avariciosos ni más sinceros.

REFERENCIAS

Goldstein, Paul. 2003. Copyright highway. Standford University Press

Demers, Joanna. 2006. Steal this music. How intellectual property law affects musical creativity.  University of Georgia Press

Lessig, Lawrence. 2004. Free culture. Penguin Press

26 de septiembre de 2012

Canciones y grabaciones

Durante años he enseñado que el elemento central de la música popular es la canción, una pieza musical corta con letra y música. Del cuplé al r'n'r, del rap a la tonadilla, el siglo XX está plagado de canciones. Pero acabo de leer un libro que matiza esa idea. En The poetics of rock. Cutting tracks, making records, Alvin Zak deja claro que nuestra memoria musical no es sobre canciones, sino sobre grabaciones. Escuchamos no tanto las canciones de Dylan, los Beatles o Arcade Fire, sino la grabación de estas en el estudio. 

En un brillante artículo para Trans (2010), Daniela Furini explicó como los discos han pasado de ser documentos de las performances a ser obras en si mismas, que los artistas intentan recrear en directo. Asumir que el estudio de grabación es el lugar en el que se compone la canción tal y como el público la llega a conocer implica, como propone Zak, reconsiderar quién es el autor de los discos. "Formalmente, el artista en un disco es la persona o el grupo que es reconocido en la carátula del álbum, pero de hecho la mayoría de las tareas que implica hacer un disco requieren un cierto grado de habilidad artística" (p.163)

Asumir que básicamente conocemos grabaciones, y no las canciones en crudo, nos lleva a discutir cuál es la obra y, consecuentemente, quién es el autor. Si los famosos tres mosqueteros de Dumas resultaban ser cuatro al sumarse D'Artagnan, los Fab Four de Liverpool resultaron ser cinco. No es posible entender la música de los Beatles sin las aportaciones de su productor George Martin, apoyado por el ingeniero de sonido Geoff Emerick. Martin traducía musicalmente las ideas de los miembros del grupo, componía los arreglos, tocaba partes instrumentales, ajustaba el sonido...





Un ejemplo perfecto de la importancia de Martin y del estudio en el trabajo de los Beatles es Strawberry Fields Forever. Como se puede ver en el documental, Lennon grabó dos tomas diferentes de la melodía, cada una en una clave diferente. El proceso de producción está detalladamente descrito  por Ian McDonald en Revolution in the head (página 216 y siguientes). Lo que nosotros escuchamos en el disco es una habilidosa manipulación de las cintas, una acelerada, la otra ralentizada, para darles coherencia tonal. Para ello, hubo que modificar el propio equipo (trabajo a cargo de Emerick). La canción, durante un rato, no está en ninguna clave determinada. ¿Cómo se traduce eso a una partitura? Según McDonald, la canción empieza en LA pero termina en SI. ¿Podemos realmente tararear la canción? ¿Sería la canción la misma sin la intervención de Martin? ¿O sin la vibrante interpretación rítmica de Ringo Starr? Sin embargo, la canción está acreditada a Lennon/McCartney. 

La realidad social y cultura siempre va por delante de la ley. Pero estamos hablando de un disco de 1968, cuando la tecnología de grabación poco menos que estaba en pañales. Las canciones se graban usando tecnología, ahora a veces usando sólo fragmentos de otras canciones. Pero nuestras leyes de propiedad intelectual siguen creando un autor que evoca a Beethoven encerrado frente a la partitura. La última reforma de la Ley Audiovisual reconocía que el director de fotografía es también el autor de una película (junto con el director, los guionistas y el compositor de la banda sonora), creando una curiosa contradicción con la Ley de Propiedad Intelectual, que no lo reconoce como tal. ¿No va siendo el momento de redefinir las figuras autoriales en la música? ¿No es el momento de dar al César lo que es del César? ¿De reconocer que los discos son complicados mecanismos sonoros en los que hay múltiples autores? Cualquiera que haya estado en un estudio de grabación sabe que la canción con la que uno entra no se parece en nada a la que queda grabada. Ingenieros, músicos, arreglistas, productores.... dejan su marca en lo que el público escucha. Pero sólo el que ha juntado acordes y palabras se lleva el mérito autorial. En este sentido, la portada de cualquier disco no es más que una mentira brillantemente diseñada.

REFERENCIAS

 

McDonald, Ian. 2007. Revolution in the head. The Beatles' Records and the Sixties. Pimlico 
(la edición en español está descatalogada, se puede cotillear en la edición inglesa en Amazon)

Zak, Alvin. 2001. The poetics of rock. Cutting tracks, making records. University of California Press.

PARA PROFUNDIZAR

George Martin ha publicado sus memorias, tituladas All you need is ears. Y tiene un libro dedicado especialmente a la grabación del disco Sgt. Peppers (Summer of love, con edición española, nuevamente descatalogada)

Geoff Emerick no ha querido irle a la zaga. En español está disponible El sonido de los Beatles: Memorias de su ingeniero de grabación. 2011. Urano

La Anthology de los Beatles en DVD contiene valiosa información sobre el trabajo del grupo en el estudio. Hay un documental de la BBC titulado The making of Sgt. Pepper que se emitió en TVE pero es difícil de encontrar (en YouTube está dividido en 5 partes)





Las obras huérfanas y los padres poco diligentes

El pasado mes de junio, CEDRO informaba de un  acuerdo informal sobre  obras huérfanas (aquellas obras protegidas por las normas de propiedad intelectual, cuyo titular de derechos se desconoce o no puede ser localizado) entre representantes de la Comisión y del Parlamento Europeo, en lo que parecía ser un primer paso hacia una directiva sobre este tema.

UE Legal Affairs Comitee Press release. "Orphan" works: informal deal done between MEPs and Council


Las obras huérfanas suponen un enorme problema para la digitalización y puesta en Internet de archivos. Puesto que no están en el dominio público, no se pueden usar libremente. Pero, al desconocerse quién es el titular de los derechos de autor, terminan en un limbo jurídico, una tierra de nadie, sin usos posibles dentro de la legalidad.
 
CEDRO informaba de que "el acuerdo ahora alcanzado se basa en dos principios: en la necesidad de hacer una búsqueda diligente en la que se determine que no es posible identificar o localizar al titular de derechos de una determinada obra, y que en el caso de aparecer el titular, sea compensado por el perjuicio que esta utilización le haya podido ocasionar".

La información terminaba defendiendo el  papel de las entidades de gestión a la hora de localizar y gestionar los derechos de estas obras. "CEDRO ha solicitado en varias ocasiones al Gobierno que le faculte para gestionar las licencias que permitan utilizar libros y otro tipo de publicaciones impresas huérfanas".

Mi posición, en este punto (como en muchos otros) es radical: las obras huérfanas deben incorporarse al dominio público si tras una búsqueda medianamente diligente no aparece el titular de sus derechos ¿Por qué una obra termina en este limbo que es la orfandad? Pongamos una analogía con la propiedad inmobiliaria tan del gusto de los abogados mercantiles: cuando una casa lleva ciertos años abandonada, sin que haya constancia documental de quien en su dueño y sin que la propiedad sea mantenida en un estado decente, otros pueden quedarse con la propiedad. Pues esa misma diligencia debería funcionar con la propiedad intelectual.

Mark Twain, uno de los autores norteamericanos que más batalló por la implantación del copyright, entendía que este debía funcionar de manera análoga a como lo hacia la propiedad de las minas, que conocía de primera mano. No basta con el título de propiedad; si en unos días tasados desde que este título se obtiene,  la mina no entra en explotación, otros pueden ocuparla.  (Buinicki, 2006) En esta línea, en Estados Unidos el registro de las obras era requisito necesario para poder tener copyright sobre ellas, hasta que EEUU se incorporó en 1998 al Convenio de Berna.

Lo que menos necesita nuestro cada día más restrictivo y embrollado sistema de propiedad intelectual es una nueva categoría intermedia entre el dominio público y el régimen patrimonial de las obras. En un mundo cada vez menos intermediado ¿por qué elegir un sistema que requiere de la intermediación de una entidad de gestión? Si los autores están realmente preocupados por su patrimonio, tienen la obligación de mantenerlo. No se trata sólo de reclamar derechos, sino de atender a las obligaciones. No es sólo cobrar y llevarse los méritos, sino  poner en orden los papeles.

REFERENCIAS

Buinicki, Martin (2006) Negotiating copyright authorship and the discourse of literary property rights in nineteenth-century America. New York. Routledge