Desde hace unos meses estoy trabajando en la edición de un libro en inglés para una importante editorial académica. Ser el editor implica seleccionar a los colaboradores, enfocar su trabajo, corregirlo, templar gaitas con lo que los editores de la colección tienen en mente, asegurarse de la calidad de las traducciones y… clarificar y contratar todos los derechos de autor.
El contrato que los editores del volumen hemos firmado con la editorial es básicamente un contrato de esclavismo. Yo me comprometo a todo y ellos a nada. Si el volumen llega tarde, o si los contratos tienen errores, o si las normas editoriales no se respetan, los editores seremos castigados. Eso si, la editorial ni siquiera se compromete a editar el volumen una vez que le sea entregado.
Se supone que un negocio editorial consiste en asumir riesgos y tareas consustanciales a un libro. Se supone también que el trabajo intelectual debe ser remunerado. Pero en el mundo académico, esas reglas no operan. Yo he pasado días enteros editando los artículos de los colaboradores y he gastado mi propio dinero en pagar a traductores y revisores, los autores han tenido que hacer lo mismo. Cuando el libro salga a las librerías, yo no veré un euro. Yo pongo mis habilidades académicas, mi agenda de contactos, mi tiempo, mi esfuerzo y mi dinero, la editorial imprime el libro, lo distribuye y lo cobra.
El contrato que los editores del volumen hemos firmado con la editorial es básicamente un contrato de esclavismo. Yo me comprometo a todo y ellos a nada. Si el volumen llega tarde, o si los contratos tienen errores, o si las normas editoriales no se respetan, los editores seremos castigados. Eso si, la editorial ni siquiera se compromete a editar el volumen una vez que le sea entregado.
Se supone que un negocio editorial consiste en asumir riesgos y tareas consustanciales a un libro. Se supone también que el trabajo intelectual debe ser remunerado. Pero en el mundo académico, esas reglas no operan. Yo he pasado días enteros editando los artículos de los colaboradores y he gastado mi propio dinero en pagar a traductores y revisores, los autores han tenido que hacer lo mismo. Cuando el libro salga a las librerías, yo no veré un euro. Yo pongo mis habilidades académicas, mi agenda de contactos, mi tiempo, mi esfuerzo y mi dinero, la editorial imprime el libro, lo distribuye y lo cobra.
No parece que estas prácticas sean radicalmente nuevas. Paul Goldstein, catedrático de Standford, cuenta en su libro Copyright highway la historia de William Passano, propietario de la editorial Williams & Wilkins, especializada en revistas médicas (pp. 64-103). En 1969 se enfrentó a las dos principales bibliotecas de medicina de EEUU porque estas fotocopiaban artículos de sus revistas y él aspiraba a hacer negocio con esas fotocopias, cobrando una licencia (más o menos el modelo de negocio actual de entidades como CEDRO, de la que, por cierto, soy socio aunque esté en desacuerdo con algunas de sus prácticas). El proceso estableció que el uso de las fotocopias formaba parte del fair use. Pero en el transcurso de los diferentes juicios, quedaron al descubierto las miserias de la industria editorial académica y algunas incongruencias del sistema jurídico del derecho de autor.
Aunque su demanda de cobro se basaba en una infracción del copyright y este se asienta, en la doctrina americana, en la necesidad de incentivar el trabajo de los autores, Passano tuvo que reconocer que él no pagaba a los que escribían en las revistas. Es más, los autores de los textos tenían que pagar si excedían cierto número de páginas. De forma cándida, cuando el representante del Departamento de Justicia le preguntó qué tipo de compensación daba a los autores, Passano respondió “nosotros publicamos su material” (79).
Passano reconoció también que la editorial no participaba en absoluto en la selección del material. Las sociedades científicas se encargaban de nombrar un comité que leía y seleccionaba los trabajos (una vez más, sin cobrar). El editor recibía el manuscrito y lo imprimía, y compartía los beneficios con la sociedad científica (p.76). Passano reconoció además que eran las sociedades médicas o editores independientes los que cargaban con el peso de los trabajos cotidianos, seleccionando y editando los artículos (p.79). Los apuntes contables de Williams & Wilkins establecían que los gastos de 1966 del American Journal of Immunology sumaban 92.306 $. De ellos, 77.000 estaban dedicados a gastos de correo e impresión. Sólo 14.000 $ se dedicaban a “costes editoriales y de redacción” (p.79).
Este cúmulo de datos llevó a Thomas Byrnes, abogado del Departamento de Justicia, a preguntarse: “¿Qué tipo de editor es el que no paga royalties a los autores? ¿Qué tipo de editor es el que exige a sus autores pagar para ser publicados? La premisa que alienta la ley de copyright es que los derechos de propiedad intelectual son necesarios para incentivar a los autores y editores a hacer los juicios de valor y a asumir los riesgos que implican la creación y la diseminación de las obras. ¿Qué riesgos asumía W&W si las sociedades médicas comparten los riesgos y los autores ayudan a pagar los costes? (p. 79)
Si hay una industria editorial que se basa en la vanidad de algunos que quieren ver a toda costa su nombre en el papel, en el mundo académico es la necesidad de publicar y hacer curriculum lo que justifica que terminemos trabajando gratis una y otra vez. Pero la gran pregunta, antes y ahora, es qué tipo de perversión es esa que, en nombre de los derechos de los autores, hace trabajar a estos para que unas empresas que poco tienen que ver con la producción intelectual se lucren a su costa. Una perversión que nace, como han señalado Demers (2006, 15) o Lessig (2004), en el momento en que los editores británicos se dan cuenta de que necesitan camuflar sus peticiones al Parlamento: la defensa de un privilegio económico no podía legitimar su petición, pero si está venía envuelta en el derecho de los autores a beneficiarse de su creaciones, la demanda ganaba empaque y apoyo social. Mis desvelos, esfuerzos, horas frente al ordenador, instantes de desesperación y momentos de agotamiento requeridos para que el libro salga adelante remiten a un grupo de avariciosos comerciantes de la Inglaterra del siglo XVIII. Sus sucesores no parecen ser ni menos avariciosos ni más sinceros.
REFERENCIAS
Goldstein, Paul. 2003. Copyright highway. Standford University Press
Goldstein, Paul. 2003. Copyright highway. Standford University Press
Demers, Joanna. 2006. Steal this music. How intellectual property law affects musical creativity. University of Georgia Press
Lessig, Lawrence. 2004. Free culture. Penguin Press
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