Un reportero de guerra devenido
en escritor de best sellers y un cervantista académico se enzarzan en una
guerra que llena de pus las páginas de El País. Se supone que se pelean por un
asunto importante: el debate de si la lengua es sexista, lo que revela un nivel
de discusión cuanto menos banal: si aceptamos que la sociedad es machista y que
la lengua es una construcción social e histórica, la expresión no puede ser
sino sexista. Sólo cuando llega la réplica
de Pérez Reverte a la primera andanada
de Rico nos hacemos a la idea de que la controversia es más banal y más
mundana: pelean por los dineros y por las palmaditas en la espalda.
Ambos académicos han editado su
propia versión de El Quijote. La de
Rico es la versión de referencia, la de Reverte es una versión escolar. La de
Rico rinde réditos a su autor, la de Reverte a la RAE, y este presenta lo suyo
como una noble cesión patrimonial que pretende paliar, al menos en parte, a la
escasa atención que las necesidades de la RAE reciben del erario público.
Para los que sabemos un poco de
propiedad intelectual, y leemos esa norma desde una perspectiva política, aquí
hay gato encerrado. Me recuerda a aquella noticia de hace algún verano en el
que la SGAE
reclamaba al pueblo de Zalamaea los derechos por interpretar la obra de
Lope de Vega. Que, como Cervantes, nunca fue socio de la SGAE ni conoció la
instauración de la Ley de Propiedad Intelectual. Y que lleva algo más de 70
años muerto, de modo que sus posibles derechos de autor ya estarían
desintegrados en el dominio público.
Pero resulta que ninguna de
nosotros hemos leído a los clásicos de forma directa. Hemos leído las versiones
de Lope o Cervantes que hacen otros para facilitarnos la lectura. Deberíamos
estarles agradecidos por ese esfuerzo de claridad y limpieza, que nos permite
acceder con más frescura e inmediatez a las joyas de la literatura. Y lo
estamos: parte del dinerito que nos dejamos al comprar esos libros se va a sus bolsillos,
por mucho que su nombre raramente aparezca en la portada. Compramos páginas de
Cervantes, pagamos euros a Rico. Este ha
creado una obra derivada: sus réditos deberían ser repartidos con el autor
original, que además tiene la potestad de autorizar esa nueva versión. Pero puesto
que el autor está muerto y la obra descansa en la placidez del dominio público,
no hay ni autorización ni retribución. Sólo queda un autor.
Nosotros, los lectores, no solo
ganamos claridad y frescura en la lectura. También perdemos algo: nuestro
dominio público, algo que es de todos, donde cada uno estaría en su derecho de
servirse de obras y textos a su antojo. Rico y Pérez Reverte han tenido a bien
hacerse con algo que es de todos, darle un barniz y hacerlo suyo. Y exigirnos a
los demás el pago por su uso. Cierto que
hay un trabajo y una dedicación y un conocimiento movilizados (la doctrina
inglesa del “sudor de la frente” como base del derecho de autor) para generar
esa versión que nosotros leemos en el sofá, pero lo cierto es que todo esto se
ha movilizado sobre algo que era de todos y cuyo uso no hemos autorizado. Por
usar una analogía inmobiliaria, tan del gusto de la visión mercantilista de la propiedad
intelectual que predomina en España, es como si compartiésemos una casa entre
varios, y uno decide pintarla y cambiar los muebles y las cortinas. Y. cuando
volvemos los demás a la casa, nos exige que paguemos un alquiler por el uso,
porque él ha trabajado mucho y ha invertido sus dineros. ¿Se lo hemos pedido? ¿Nacen esos gastos de una
decisión común y consensuada de los propietarios?
Un dominio público que es
simplemente un repositorio de material que puede volver a ser privatizado según
criterios personales no es un dominio público: es un limbo al que van a morir
las obras intrascendentes mientras las grandes obras esperan a la enésima
reedición de la mano de los derechos de transformación. Transformen lo que
quieran, señores; pero recuerden que Cervantes nunca será suyo, simplemente
porque es nuestro.
No hay comentarios:
Publicar un comentario