Los tribunales europeos han
decidido que el trabajo de armonización de las normativas de propiedad
intelectual camina en la dirección
correcta, de modo que los jueces han decidido que es el momento de armonizar
también los límites contemplados en las legislaciones.
Ese fue el punto de
vista defendido por Jonathan Griffiths, Reader in Intellectual Property Law en Queen Mary University of London. En un
seminario organizado por CIPIL (Centre for Intellectual Property and
Information Law) en la universidad de Cambridge el pasado 4 de febrero, Griffiths
explicó el contenido de un documento elaborado por la European Copyright Society en torno al caso Deckmyn, en el que la Corte Europea de Justicia
defiende el uso de la parodia como límite al derecho de los autores.
La cuestión a debate es el
conflicto entre la libertad de expresión y la propiedad intelectual sobre una
obra. El demandado había utilizado una conocida ilustración para criticar al
alcalde de la ciudad de Gante, cuya cara sustituía a la del personaje original.
Este personaje iba por los aires repartiendo regalos a unas personas que, en la
nueva versión, venían a ser inmigrantes y solicitantes varios de ayudas
sociales. El demandado criticaba así la generosidad del alcalde para con las
minorías.
El argumento central de los
demandantes se centraba precisamente en la naturaleza discriminatoria del
mensaje político resultante de la parodia; no querían ver a la obra original
relacionada con posiciones políticas de ultraderecha. Pero, como explicó Griffiths,
si el tribunal tuviera en cuenta el
interés de los derechohabientes de evitar toda relación con la discriminación,
ninguna parodia sería permitida, ya que esta siempre incluye un elemento
burlesco y hace chanza de alguien o algo, es decir, tiene un elemento
denigratorio. Además, explicó Griffiths siguiendo el argumento del tribunal,
los propietarios de los derechos no pueden decidir si la parodia es autorizada
o no en función de sus meros intereses. Evidentemente, ahí se abre un conflicto
entre la reputación del propietario de la obra y el derecho a la libre
expresión. El tribunal, según Griffiths, está comprometido en establecer un “fair
balance” entre derechos fundamentales y así lo manifiesta la sentencia.
En este sentido, Griffiths
recordó debates recientes en torno al uso de los enlaces en internet, que
algunos jueces entienden deben ser defendidos en aras de defender el derecho a
la libre expresión, central a la tradición
europea (una interpretación que pondría en jaque recientes desarrollos
de la LPI en España, como la polémica “tasa Google” que tanto revuelo ha
generado y tan escaso rendimiento ha dado a los editores españoles)
Para Griffiths y sus
compañeros de la European Copyright Society, la actividad reciente
del tribunal va encaminada a revisar la regla de los tres pasos a la luz del “fair
use”. La regla de los tres pasos funciona como un límite a los límites, una
especie de cláusula de revisión que limita el alcance de las excepciones al
monopolio de los derechos de un autor.
Obliga a que los derechos exclusivos sólo sean válidos ante casos
determinados, sin atentar a la explotación normal de la obra y sin perjudicar a
los intereses legítimos el autor. Para muchos, la regla de los tres pasos es
como el foso de los cocodrilos: si has logrado hacer uso de una obra (por
ejemplo, para citarla o parodiarla), argumentando que existe un límite regulado
en la ley (artículos 31 a 40bis de la LPI), aún te queda lidiar con cómo el uso que pretendes darle
afecta a la explotación y los intereses del autor. Pero, como el caso Deckmyn
muestra, el tribunal europeo usa esta regla para proteger el uso justo de las
obras, poniendo derechos como la libertad de expresión por encima de los
derechos de propiedad intelectual. Parece ser, como expresó uno de los
asistentes a la discusión, que desde ese tribunal se abre una vía para entender
los derechos de propiedad intelectual desde la óptica de unos derechos humanos
que los limitan y modulan.